Tejer como acto de resistencia.

Cuando me adentré en el mundo de los amigurumis, lo primero que descubrí fue la paciencia que requieren. No importa cuántas veces lo intentes: si cuentas mal, si aprietas demasiado, si algo no queda bien, toca deshacer y volver a empezar. Y aunque al principio puede frustrar, también te enseña a pensar y a meditar sobre lo que estás haciendo en el momento.

Y es que, tejer un amigurumi (tejer en general) es constancia pura. Vuelta tras vuelta, el muñeco va apareciendo poco a poco. No hay forma de hacerlo rápido ni de saltarse pasos. Ese proceso lento es justo lo que siento que lo hace especial: mientras el mundo corre con sus prisas a tu alrededor, tú te sientas con tu aguja y avanzas a tu ritmo, otorgando a lo que tienes entre tus manos de una personalidad que será única.

Para mí, esa es la verdadera resistencia del tejido. No es solo crear un objeto bonito, sino apostar por lo hecho a mano, dedicar tiempo a algo que podría comprarse en tiendas de fast fashion (que todes conocemos) pero que no tendría ni de lejos el mismo valor. Cada amigurumi guarda horas de trabajo, concentración y hasta errores en su proceso que se transformaron en aprendizajes para la persona que los realiza.

Además, cada pieza es única. Aunque repitas el mismo patrón, nunca saldrá exactamente igual, cada pieza refleja una parte de quien lo hizo, sus decisiones, su carácter, su estilo, su voluntad o empeño… Y eso también es resistencia: mantener la identidad de lo artesanal frente a la uniformidad de lo producido en serie. Algo que las fábricas no pueden replicar.

Al final, cada amigurumi terminado es prueba de que lo hecho a mano sigue teniendo sentido. Que todavía podemos elegir la paciencia, la constancia y el cuidado sobre la rapidez y la indiferencia.

Tejer o regalar algo tejido es decidir, con el corazón, que lo hecho a mano sigue importando.
Y qué mejor forma de resistir.