12 de septiembre. Día mundial del crochet.

Hoy es el Día Mundial del Crochet y, más allá de lo que diga el calendario, para mí es una excusa perfecta para detenerme un instante y recordar por qué me enamoré de esta forma de crear.
Mi primer ovillo lo toqué siendo muy pequeña, he tenido la gran suerte de rodearme de mujeres muy inquietas, trabajadoras y creativas y de pasar muchos años de mi niñez en talleres llenos de recortes, rollos de telas e hilos; muchos hilos y lanas por doquier.
Os aseguro que cuando el crochet llegó a mi no entendía bien lo que hacía pero recuerdo perfectamente como tras la desesperación, la lloradita y los «no puedo», se creaba un ritual único y mágico que me conectaba conmigo misma y la cadencia que seguía el movimiento del tejido.

Así, descubrí con los años que el crochet no es solo una técnica, es un refugio. Cada vez que la vida se acelera demasiado, las agujas lo calman todo. Tejer me recuerda diariamente que hay belleza en lo pequeño, que equivocarse también forma parte del proceso, y que todo puede deshacerse y empezar de nuevo.
Esto siempre me lleva a pensar que cada pieza que hago lleva un pedacito de historia y de mis intensiones. El crochet se convierte en una especie de diario tejido personal y en un lenguaje de afecto, porque no solo nos pertenece a quienes lo practicamos. Lleva consigo una especie de muchos mensajes silenciosos que dicen: “te dediqué mi tiempo, mi paciencia, he pensado expresamente en ti”.
Hoy celebramos la paciencia y la creatividad pero sobre todo la memoria, ese pasado y presente unidos que conectan generaciones y que nos recuerda algo sencillo pero poderoso: crear siempre ha sido una forma de resistir y de celebrar la vida.
